Voy a ser políticamente incorrecta y decir que el caso Tania Ramirez me tiene cansada. No porque no me parezca gravísimo que maten a palos a una chica hasta el punto de dejarla internada , sino por la lamentable forma en que, en muchos casos lo trataron los medios, consiguiendo, en una suerte de síndrome Intrusos, declaraciones de cuanto pariente lejano e indignado de los dos bandos se cruzaron, discutiendo hasta el cansancio los pormenores de una pelea de boliche (si fue racismo, si no, quién relajó antes a la otra, si le dijo chango, etc.). Me parece que entre tanto periodismo barato se pierde lo que de verdad es importante, y lo bueno que puede salir de todo esto.
Lo bueno es que las cosas se hablen, los problemas de verdad, y no los pormenores de un caso individual que en vez de aportar, distraen.
En este caso el tema en boca fue la discriminación.
Quizás no todos veamos discriminación en los mismos hechos, pero la realidad es que, en mayor o menor medida, todos la padecemos. Somos víctimas y victimarios muchas veces sin saberlo. Se nos juzga por nuestro barrio, nuestra religión, nuestro color de pelo, nuestro color de piel, la cantidad de buenas o malas obras que hacemos, nuestra clase social. Por más que pontifiquemos en contra de la discriminación, no creo que nadie esté totalmente libre de ella. Específicamente cuando surgió el «episodio Tania», vi como muchos quienes públicamente despreciaron a mi religión más de una vez, hablar pestes sobre los racistas, o aquellos que discriminan. Obviamente es más fácil practicar el síndrome yo-yo y ver donde más nos duele. Yo también juzgo, y discrimino. Muchas veces de manera inconsciente, sin querer. Otras como mecanismo de defensa (cómo olvidar aquel día en que intenté no juzgar a unos chicos de aspecto «plancha» y me robaron, difícil es salir de esa.).
La realidad es que los prejuicios duelen, no solo a sus víctimas, sino que, más que nada a quienes los poseen. Sentir el prejuicio de algo de lo que somos sobre nuestra espalda, nunca es bueno y hasta puede llevarnos a sentirnos avergonzados de lo que somos o a querer ocultarlo. Pero tener prejuicios veces evita que aprendamos de los demás y que descubramos a más de una persona que vale la pena. La diversidad siempre enriquece y más de una vez, podemos descubrir lo mucho que, a pesar de todo, tenemos en común. La mejor manera de combatir los preconceptos es aceptar que están ahí y ver de dónde nacen. Por lo general creo que son un mecanismo de defensa, nacen del miedo, a lo desconocido, a que cambie el status-quo o de repetir alguna mala experiencia en el pasado.
Seguramente muchos habrán escuchado sobre la campaña que busca eliminar del diccionario de la Real Academia Española la expresión «trabajar como un negro». Si bien creo que es una campaña bienintencionada y efectiva en el sentido de que generó discusión sobre un tema, creo que está equivocada. No podemos meter el problema abajo de una piedra y pretender que no existe. Tampoco conviene cortar las ramas, olvidándonos de las raíces. Creo en el derecho de los colectivos a defender sus derechos y gritar cuando algo los ofende (después de todo es la única manera de que muchos se enteren de la carga de sus palabras). Pero la discriminación más dura y más dolorosa es aquella que se esconde en las intenciones y en la mente de aquellos que la practican. Y no se borra eliminando expresiones y palabras. De hecho, quizás, las palabras sean el testimonio más fuerte de aquello que existe, y eliminarlas sería hacer de cuenta que algo que está, no está, haciéndolo mucho más difícil de identificar y de combatir.
Por eso todo lo «políticamente correcto» me genera un cierto rechazo; no solo nos lleva al riesgo de convertir nuestras opiniones y palabras en algo insípido y prefabricado, sino que conduce a una falta de sinceridad. Muchas veces evita que identifiquemos los problemas, o que discutamos los temas ante el miedo de caer en incorrección de algún tipo. Prefiero que expresen su odio, o su rechazo, o su miedo. Prefiero dejar de tratar al que discrimina o practica algún tipo de incorrección como un «monstruo» y horrorizarme cuando yo también discrimino. Mejor aceptarlo, tratarlo como algo muy indeseable pero natural. Y así entender las causas, y saber de verdad contra qué combatimos.
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M.
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